Puse los ojos en
blanco.
—Lo digo en serio
—añadió.
—Ni siquiera me
conoces —le dije.
Cogí el libro del
salpicadero.
—¿Qué te parece
si te llamo cuando lo haya leído? —le pregunté.
—No tienes mi
número de teléfono.
—Tengo la firme
sospecha de que lo has anotado en el libro.
Sonrió de oreja a
oreja.
—Y luego dices
que no nos conocemos…
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